Así fue como, hace unos años, me mostró una de sus caras más duras: sufrí un ictus que dio un vuelco total a mi existencia. Todo lo que formaba parte de mi día a día desapareció de golpe. La vida me desnudó y me enfrentó a mí misma.

Atravesé todas las etapas del duelo por mi antigua vida. Primero vino la rabia —¿por qué a mí? —, luego traté de negociar con la vida, aferrándome a viejos hábitos y adicciones, tanto físicas como emocionales. Después llegó una profunda depresión. Cambiarlo todo y sentirme sola fue un camino nuevo, oscuro, desconocido.

Me sentí como si me hubieran dejado en medio de un bosque espeso y silencioso, sin mapa ni dirección. Un bosque que al principio parecía sombrío, pero que, paso a paso, me fue revelando senderos llenos de aprendizaje, humildad y verdad.

Y entonces, como si el universo hubiera estado esperando ese momento, llegó la aceptación. En ese instante, el yoga apareció. Como un regalo inesperado, descubrí un centro justo al lado de casa, uno que jamás había visto antes. Porque, como dice el proverbio: “cuando el alumno está listo, aparece el maestro.”
Así comenzó mi práctica. Y con ella, descubrí a la verdadera Silvia —una versión de mí que hasta entonces no conocía—.

Hoy agradezco profundamente todo lo vivido. Porque gracias a ese proceso, estoy donde estoy. Sobre todo, agradezco al yoga por haber sido mi camino de regreso a casa: mi guía hacia el autoconocimiento, el reencuentro con mi cuerpo, mente y alma. Mi faro en los días oscuros.

Con el tiempo comprendí que cada paso en ese bosque, incluso los más inciertos, me llevaban justo donde tenía que estar. Ahora camino con propósito, con raíces firmes y el corazón abierto a la luz que se filtra entre los árboles